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a todos los seres grandiosos que llenan el espacio:  ¡Oh Éter divino,
rápidos Vientos, Manantiales de los ríos, Sonrisa infinita de las ondas
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del mar! ¡Oh Tierra, madre de cuanto existe! ¡Orbe del Sol, testigo de
cuanto acontece, yo os invoco! ¡Mirad los males que sufre un dios por
mano de los dioses! Los espectadores no tienen mas que dejarse lle-
var por la emoción lírica para encontrar las primitivas metáforas que,
sin que ellos lo sospechen, fueron el germen de su religión.
 El cielo purísimo- dice Afrodita en una obra perdida de Esquilo-
goza penetrando en la Tierra; el Amor la toma por esposa; la lluvia
que desciende del Cielo generador fecunda la Tierra, y entonces nacen
de ella los pastos de los animales y el grano de Demeter . Para, com-
prender este lenguaje bástanos salir de las artificiales ciudades y los
campos cultivados con simetría. El que viaja solo en un país montaño-
so a orillas del mar y se deja absorber enteramente por los diversos as-
pectos de la naturaleza intacta, muy pronto conversará con ella. Poco
a poco se anima a sus ojos como un rostro expresivo; las montañas,
inmóviles y ceñudas, se convierten en calvos gigantes o monstruos
agazapados. Las aguas, que brillan y rebotan contra las rocas, parecen
criaturas alocadas que ríen y charlan; los altos pinos silenciosos se-
mejan vírgenes severas, y cuando dirige sus miradas al mar en pleno
mediodía y lo ve azulado, deslumbrador, engalanado como para una
fiesta, con la infinita sonrisa de que hace un momento hablaba, Es-
quilo, se siente llevado, para expresar la voluptuosa belleza que le
envuelve y penetra su ser entero, a pronunciar el nombre de la diosa
nacida de las espumas, que al salir de las ondas vino a arrebatar el
corazón de los dioses y los mortales.
Cuando un pueblo siente la vida divina de las cosas naturales, en-
cuentra fácilmente el fondo natural de donde brotan las personas divi-
nas. En los siglos más gloriosos de la estatuaria este último fondo se
hace visible todavía bajo las apariencias de la figura humana y con-
creta que la leyenda le había prestado. Hay algunas divinidades, en
especial las de las aguas corrientes, los bosques y las montañas, que
siempre han permanecido transparentes. La náyade o la oréade era,
sin duda, una joven como la que se ve sentada en una roca en las me-
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Hipólito Adolfo Taine donde los libros son gratis
topas de Olimpia; al menos la imaginación figurativa y escultural la
representaba de esa manera; pero al nombrarla sentíase la misteriosa
majestad del bosque tranquilo o la frescura de la fuente rumorosa. En
Homero, cuyos poemas son la Biblia de los griegos, Ulises náufrago,
después de haber nadado por espacio de dos días llega  a la desembo-
cadura, de un río de hermosas aguas y dice al río:- Escúchame, rey,
quienquiera que seas, vengo a ti suplicándote ardientemente, huyendo
del mar, para librarme de la cólera de Poseidón... Ten Piedad ¡oh,
rey!... porque es para mí una gloria poder suplicarte .- Habló así y el
río se calmó deteniendo su corriente y sus olas, y quedó tranquilo ante
Ulises, recogiéndole en su desembocadura.
Claro es que el dios en este caso no es un personaje barbudo es-
condido en una gruta, sino el propio río, que fluye hacia el mar, la
gran corriente apacible y acogedora. Y lo mismo sucede cuando habla
del río encolerizado contra Aquiles: «El Xanto habló así y se lanzó
sobre él, hirviendo de cólera, estruendoso y espumeante de sangre y de
cadáveres. Y las ondas brillantes del río, nacido de Zeus, se irguieron
aprisionando al hijo de Peleo. Entonces Efestos volvió contra el río sus
llamas resplandecientes, y ardieron los olmos, los sauces y los tama-
rindos; ardían los lotos, los gladiolos y los cipreses que abundaban
junto al río de las hermosas aguas; las anguilas y los peces nadaban
inquietos o se sumergían en los remolinos perseguidos por el hálito
abrasador de Efestos, y la misma fuerza del río fue consumida; enton-
ces exclamó:- ¡Efestos! Ningún dios puede luchar contigo; cesa, pues,
te lo ruego.- Hablaba así ardiendo y sus límpidas aguas hervían.»
Seis siglos más tarde, cuando Alejandro se embarcó en el Hidas-
pes, de pie en la proa hizo libaciones al río, al otro río hermano suyo,
y al Indo que recibía a ambos y cuyas aguas le habían de transportar.
Para un alma ingenua y sana, un río, sobre todo si es desconocido, es
por sí mismo un poder divino. El hombre en su presencia se siente
ante un ser eterno, siempre en movimiento, unas veces benéfico, otras
destructor, de formas y apariencias innumerables; su inagotable y or-
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denado fluir le da la idea de una vida tranquila y varonil, pero majes-
tuosa y sobrehumana. En los siglos de decadencia, en las estatuas co-
mo la del Tíber y la del Nilo los escultores antiguos aún recordaban la
impresión primitiva y el amplio torso; la actitud reposada, la mirada
indecisa de la estatua demuestran que por medio de la forma humana
trataba de expresar la expansión magnífica, uniforme e indiferente de
las aguas caudalosas.
Otras veces, el nombre del dios hacía entrever su naturaleza. Hes-
tia significa el hogar, y jamás la diosa ha podido separarse completa-
mente de la llama sagrada, que era el centro de la vida doméstica;
Demeter representa la tierra madre, y los epítetos rituales la llaman la [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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