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Ella no respondió. Me miró a los ojos con atención investigadora, miró mis manos, y
por un momento volvió a su mirada y a su rostro la profunda seriedad y el velo sombrío
de antes. Creí adivinar sus pensamientos, a saber, si yo sería bastante lobo para poder
ejecutar su «última orden».
-Eso es naturalmente una figuración tuya -dijo ella, volviendo a la jovialidad-; o si
quieres, una fantasía. Algo hay, sin embargo, indudablemente. Hoy no eres lobo, pero el
otro día, cuando entraste en el salón, como caído de la luna, entonces no dejabas de ser
un pedazo de bestia, precisamente esto me gustó.
Se interrumpió por algo que se le había ocurrido de pronto, y dijo con amargura:
-Suena esto tan mal, una palabra de esta clase como bestia o bruto. No se debería
hablar así de los animales. Es verdad que a veces son terribles, pero desde luego son
mucho más justos que los hombres.
-¿«Qué es eso de «justo»? ¿Qué quieres decir con eso?
-Bueno, observa un animal cualquiera: un gato, un pájaro, o uno de los hermosos
ejemplares en el Parque Zoológico: un puma o una jirafa. Verás que todos son justos,
que ni siquiera un solo animal está violento o no sabe lo que ha de hacer y cómo ha de
conducirse. No quieren adularte, no pretenden imponérsete. No hay comedia. Son como
son, como la piedra y las flores o como las estrellas en el cielo. ¿Me comprendes?
Comprendía.
-Por lo general, los animales son tristes -continuó-. Y cuando un hombre está muy
triste, no porque tenga dolor de muelas o haya perdido dinero, sino porque alguna vez
por un momento se da cuenta de cómo es todo, cómo es la vida entera y está
justamente triste, entonces se parece siempre un poco a un animal; entonces tiene un
aspecto de tristeza, pero es más justo y más hermoso que nunca. Así es, y ese aspecto
tenias, lobo estepario, cuando te vi por primera vez.
-Bien, Armanda, ¿y qué piensas tú de aquel libro en el que yo estoy descrito?
-Ah, sabes, yo no estoy en todo momento para pensar. En otra ocasión hablaremos
de esto. Puedes dármelo alguna vez para que lo lea. O no, si yo algún día hubiera de
volver a leer, entonces dame uno de los libros que tú mismo has escrito.
Pidió café y un rato estuvo inatenta y distraída, luego, de repente, brillaron sus ojos y
pareció haber llegado a un término con sus cavilaciones.
-Ya está -exclamó-, ya lo tengo.
-¿El qué?
-Lo del fox-trot, todo el tiempo he estado pensando en ello. Dime: ¿tú tienes una
habitación, en la que alguna que otra vez nosotros dos pudiéramos bailar una hora?
Aunque sea pequeña, no importa; lo único que hace falta es que precisamente debajo no
viva alguien que suba y escandalice porque resuene un poco sobre su cabeza. Bien, muy
bien. Entonces puedes aprender a bailar en tu propia casa.
-Sí -dije tímidamente-; tanto mejor. Pero creía que para eso se necesitaba además
música.
-Naturalmente que se necesita. Verás, la música te la vas a comprar, cuesta a lo
sumo lo que un curso de baile con una profesora. La profesora te la ahorras; la pongo yo
misma. Así tenemos música siempre que queramos, y, además, nos queda el
gramófono.
-¿El gramófono?
- ¡Naturalmente! Compras un pequeño aparato de esos y un par de discos de baile...
-Magnífico -exclamé-, y si consigues en efecto enseñarme a bailar, recibes luego el
gramófono como honorarios. ¿Hecho?
Dije esto muy convencido, pero no me salía del corazón. En mi cuartito de trabajo,
con los libros, no podía imaginarme un aparato de éstos, que no me son nada
simpáticos, y hasta al mismo baile había mucho que oponer. Así, cuando hubiera
ocasión, había pensado que se podía acaso probar alguna vez, aun cuando estaba
convencido de que era ya demasiado viejo y duro y de que no lograría aprender. Pero
así, de buenas a primeras, me resultaba muy atropellado y muy violento, y notaba que
dentro de mí hacía oposición todo lo que yo tenía que echar en cara como viejo y
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El lobo estepario
Hermann Hesse
delicado conocedor de música a los gramófonos, al jazz y a toda la moderna música de
baile. Que ahora en mi cuarto, junto a Novalis y a Jean Paul, en la celda de mis
pensamientos, en mi refugio, habían de resonar piezas de moda de bailes americanos y
que además, a sus sones, había yo de bailar, era realmente más de lo que un hombre
tenía derecho a exigir de mí. Pero es el caso que no era «un hombre» el que lo exigía:
era Armanda, y ésta no tenía más que ordenar. Yo, obedecer. Naturalmente que
obedecí.
Nos encontramos a la tarde siguiente en un café. Armanda estaba allí sentada ya
cuando llegué; tomaba té y me enseñó sonriendo un periódico en el que había [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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