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llevándose la mano a la garganta, sofocado. Era la cadena de oro que siempre llevaba al cuello-.
Reconocí el sello korzetta -dijo Conan-. La sola pre-sencia de esta cadena revelaría a cualquier picto
que era obra de un extra o.
Valenso no contestó. Se quedó sentado, mirando fijamente la cadena como si se hubiera tratado de una
serpiente venenosa. Conan lo miró con el ce o fruncido, y a continuación paseó la mirada
inquisitivamente sobre los demás hombres. Zarono hizo un rápido gesto para indicar que el conde no
estaba del todo en sus cabales. Conan envainó el alfanje y se ajustó el casco.
-Muy bien, vámonos -dijo.
Los capitanes apuraron sus vasos y se levantaron, ajustándo-se los cintos de sus espadas. Zarono puso
una mano en el brazo ¿e Valenso y lo sacudió ligeramente. El conde se movió, miró a su alrededor y
luego siguió a los demás como aturdido, con la cadena balanceándose en la mano. Pero no todos
abandonaron el salón.
Olvidadas en la escalera, Belesa y Tina, atisbando por la ba-laustrada, vieron que Galbro seguía a los
otros hasta ver como la pesada puerta se cerraba tras ellos. Entonces corrió a la chime-nea y buscó
cuidadosamente entre los rescoldos. Cayó de ro-dillas y observó algo atentamente durante largo rato.
Luego se ir-guió y salió con aire furtivo del salón por la otra puerta.
Tina susurró: -¿Qué habrá encontrado Galbro en el fuego? Belesa agitó la cabeza y luego, siguiendo
los impulsos de su curiosidad, se levantó y bajó al salón vacío. Un instante después estaba arrodillada
donde lo había estado el cortesano, y vio lo que él había visto.
Eran los restos chamuscados del mapa que Conan había arro-jado al fuego. Estaba a punto de
deshacerse en cuanto lo toca-ran, pero todavía era posible distinguir algunas líneas y frag-mentos de
escritura. No podía leer el texto, pero sí pudo apre-ciar el contorno de lo que parecía ser el dibujo de
una colina o despe adero, rodeado de marcas que evidentemente represen-taban frondosos árboles.
Eso no significaba nada para ella, pero por la actitud de Galbro pensó que él había reconocido algún
paisaje o localización topográfica que le era familiar. Sabía que d cortesano se había aventurado tierra
adentro más que ningún otro en el campamento.
6. El botín de los muertos
La fortaleza estaba sumida en una extra a calma bajo el calor del mediodía, que había seguido a la
tormenta matinal. Dentro de la empalizada se oían voces lejanas y amortiguadas. La misma calma
somnolienta reinaba en la playa, donde las tripulaciones rivales yacían en suspicaz alerta, separadas
por algunas yardas de arena. Más allá, en la bahía, el Mano Roja estaba fondeado con un pu ado de
hombres a bordo, listos para ponerlo fuera del alcance a la más mínima se al de traición. La galera era
la carta de triunfo de Strombanni, su mejor garantía contra las tre-tas de sus socios. Belesa bajó las
escaleras y se detuvo al ver al conde Valenso sentado a la mesa, jugueteando con la cadena rota en la
mano. Lo miró sin amor y con un poco de miedo. El cambio que había sufrido era asombroso; parecía
encerrado en un mundo som-brío exclusivamente suyo, con un miedo que había borrado de él todo
rasgo humano.
Conan había actuado astutamente para evitar la posibilidad de una encerrona en el bosque por parte de
cualquiera de los dos bandos. Pero, por lo que veía Belesa, no se había protegido de la traición de sus
propios compa eros. Había desaparecido en el bosque guiando a los dos capitanes y a los treinta
hombres, y la muchacha zingaria estaba segura de que jamás volvería a verlo vivo.
Entonces habló, y su voz le pareció a ella misma tensa y chi-llona.
-El bárbaro ha llevado a los capitanes al bosque. Cuando es-tos tengan el oro en su poder, lo matarán.
Pero ¿qué pasará cuando vuelvan con el tesoro? ¿Nos iremos en el barco? ¿Pode-mos confiar en
Strombanni?
Valenso movió la cabeza, ausente.
-Strombanni nos asesinaría a todos para conseguir nuestra parte del botín, pero Zarono me contó en
secreto sus intencio-nes. Zarono se encargará de que la noche sorprenda a la expe-dición en el bosque,
de modo que se vean forzados a acampar allí. Encontrará el modo de matar a Strombanni y a sus
hombres mientras duermen. Entonces, los bucaneros vendrán furtiva-mente a la playa. Antes del
amanecer, enviaré secretamente a al-gunos de mis pescadores del fuerte, para que alcancen el barco a
nado y se apoderen de él. Ni Strombanni ni Conan habían pen-sado algo así. Zarono y sus hombres
saldrán del bosque y, junto con los bucaneros acampados en la playa, caerán sobre los pira-tas
aprovechando la oscuridad, mientras yo llevo a mis soldados del fuerte para completar la derrota. Sin
su capitán, estarán des-moralizados y serán presa fácil para Zarono y para mí. Entonces nos iremos en
el barco de Strombanni con todo el tesoro.
-Pero ¿qué será de mí? -preguntó ella con la boca seca.
-Te he prometido a Zarono -contestó ásperamente-. Gra-cias a mi promesa no nos dejará
abandonados.
-Nunca me casaré con él -dijo ella descorazonada.
-Lo harás -respondió él siniestramente, sin el menor asomo de compasión, levantando la cadena, que
reflejó los rayos de sol que entraban por una ventana-. Debe de haberse caído en la arena -murmuró-.
Él ha estado tan cerca... en la playa...
-No se te cayó en la orilla -dijo Belesa, con voz tan impasi-ble como la del hombre; su alma parecía
haberse vuelto de pie-dra-. Te la arrancaste del cuello accidentalmente anoche en este salón, cuando
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